jueves, 26 de junio de 2008

Etnología afroamericana

Resumen a partir del artículo de Freyre (1985) “El esclavo negro en la vida sexual y familiar del brasileño”

INFLUENCIAS DEL ESCLAVO AFRICANO EN LA SOCIEDAD Y LA CULTURA DEL BRASIL COLONIAL

Tiene un aire risueño la cultura brasileña, cuentan los viajeros de antaño. Pero también cuentan que no es oro todo lo que reluce. Los niños que debieran ser risueños de pequeños no lo son tanto porque se ven forzados a ser hombres prematuros, ya a los 9 o 10 años, y jóvenes a destiempo, a los 7. Así, Luccock notó una falta de alegría en las criaturas que se encontraba a su paso en su visita al Brasil.

¿A qué se debía tan extraño suceso? Algunos lo atribuyen a la estirada educación eclesiástica en los primeros colegios jesuitas antes que cristianos, que no dejaban rienda suelta a la espontaneidad natural de los pequeños. En esta misma escuela represora, o en las casas-grandes, se encontraban en las aulas blancos, negros y pardos, incluso niños blancos que aprendieron a leer con profesores negros.

Pero el Brasil era visto con recelo por muchos. Así, muchos viajeros acusan a los portugueses de haber despreciado a los nativos de Brasil, a la llamada “raza despreciable de los caboclos” (comúnmente conocidos como los esclavos mestizos o los mamelucos). Los prejuicios que los portugueses tenían de los brasileños no eran de blancos contra mujeres de color, sinó de reyes y blancos contra las esclavas y sus ahijadas. Por eso la ley portuguesa consideraba intolerable la unión conyugal con indias y negras, aunque raras veces fuera respetada.

Por otra parte, cabe destacar al sacerdote, una especie de aristócrata blanco, tan señor como lo fueron los colonizadores que llegaron a tierras latinas durante los siglos XVI, XVII y XVIII, que se hacían llevar en literas de mano por los esclavos. Ya se sabe que al rico le corresponde estar sentado, tumbado... Vestían los colonos con atuendos poco afines al clima que les acogía, llevando un negro riguroso y solemne, como si cada día fuera domingo de misa. El pantalón blanco le correspondía al médico, profesor, funcionario.

Durante la colonización, los muleques formaban el coro de la Iglesia y de las casas-grandes de sus amos, para el deleite de éste y sus visitas. Y no sólo músicos: muchos esclavos negros eran en Brasil acróbatas, sangradores, dentistas, barberos, y hasta maestros. “¡Y felices los niños que aprendieron a leer con profesores negros, afables y buenos! Han de haber sufrido menos que los otros”, alumos de curas y frailes, vara en mano.

Hacia finales del XIX, se trasladarán los hijos de los “señores de ingenio” a internados, hospedando al niño en casas de mercantes de azúcar y café. En estos internados se reflejaba ya el sadismo que había respecto al esclavo y del negro, el abuso que imperaba en el Brasil de la época colonial, humillando al ser débil (el niño, en este caso). Así mismo, estos mismos maestros represores convirtieron la caligrafía en un rito sagrado, litúrgico.

A otros tormentos estaba sometida la criatura blanca, y hasta la negra, cuando era criada por las yayás de las casas-grandes que, queriéndose parecer a los europeos, llevaron al extremo las buenas maneras, convertidos en snobs. Y es que hasta el siglo XIX, esposas e hijos estaban al mismo (sub)nivel que los esclavos, a los que el blanco empezó a llamar “mi negro” (qué tierno...).

Las niñas, criadas en un ambiente patriarcal sin medida, vivieron bajo la tiranía de los padres primeros, sustituida por la des los maridos, después. “Y si mucamas y muleques fueron siempre aliados de los hijos contra los señores padres” y los maridos, hubo casos de esclavas chismosas y envidiosas.

Porque la belleza de negras y pardas (argentinas?) era para frailes y blancos de buenas costumbres una tentación, objetos a servicio del blanco y del negro, respectivamente, debido a su “libertinaje”, a su carácter “caluroso”, en contraposición a la “pureza” que inspiraba la madre y señora, siempre fría y impoluta.

Lo que les pasó en el Brasil colonial a las negras y a las mulatas, más que a las indias y las mamelucas, fue la “degradación de las razas atrasadas por el dominio de las adelantadas”. O sea, que entre blancos y mujeres negras se dieron relaciones de vencedores con vencidos, un peligro para la moral (sexual)... Sin embargo, muchas de esas mujeres consiguieron ganarse el respeto del hombre blanco, ya sea por sus brujerías, ya sea por su esxtremada sensualidad femenina.

Por otro lado, el aumento de la producción de azúcar que tuvo lugar en Pernambuco en el XVII, provocó el alza de la esclavitud africana, que a su vez ensanchaba el libertinaje ocioso de sus señores amos, que necesitaba del esclavo porque sin él, no podía haber azúcar. Mientras unos trabajaban de sol a sol, los otros disfrutaban de la hamaca y la buena vida, cual grandes aristócratas. Y si en los siglos anteriores la hamaca había ido acompañada de la devoción religiosa, en el XIX se aminoró en los hombres para refugiarse en mujeres, niños y esclavos, por eso todo brasileño colonial tenía siempre en su hogar un lugar para el culto divino.

Muchos señores brasileños, incluso, sacrificaban la alimentación y el bienestar familiar y de los negros por aparentar una vida de grandeza. En muchos hogares de Pernambuco, por ejemplo, se podía ver a esclavos semidesnudos, mientras que en las grandes festividades eclesiásticas se preocupaban los señores de tener a sus amantes bien pomposas, lo mismo que los curas, que no podían convivir con esclavas a nos ser que éstas tuvieran más de 40 años, para no pecar.

Los negros y las mulatas eran multiusos: vendían aceite, bollos, cuscús, frutas exóticas, cargaban agua... Las esclavas negras de diez añitos, además, también ofrecían servicios sexuales, curiosamente, obligadas por sus amos y amas para ganarse el sustento. ¿Y qué resultó de todo este intercambio sexual? Un montón de hijos ilegítimos, “mulatitos criados muchas veces con la prole legítima”, dentro del patriarcado liberal de las casas-grandes, o en las iglesias y orfanatos, bajo la mano (dura) de los frailes.

Así, crecieron los hijos ilegítimos en circunstancias favorables, más que en muchos otros lugares, y con apellidos blancos. Esta promiscuidad sexual provocaría, además, una rápida dispersión económica en los tiempos coloniales. La actividad patriarcal de los curas, entonces, contribuyó a crear una sociedad “superior”, ilustrada. El esclavo educado en la cristiandad imitaba la prepotencia del blanco en su esfuerzo por progresar en la escala social.

En otro ámbito de la vida doméstica influyó notablemente el esclavo africano: en la cocina. Se notaba, sobre todo, en la introducción del aceite de dendé y de la pimienta malagueta en Bahía, así como del quimbombo y la banana, especialemnte en el norte. Los platos africanos, como la farofa, el quibebe y el vatapá, y el uso de la piedra de rallar, también se heredaron, a mano de negras corpulentas y negros afeminados.

Así mismo, se desarrolló también en Bahía la venta de alimentos en la calle, en que las esclavas ofrecían en los tabuleiros dulces y bocadillos. A principios del XIX, además, recibiría la comida brasileña otras costumbres, llevadas por colonizadores ingleses y franceses: té, vino, café, manteca, hielo...; todo eso desafricanizó la mesa brasileña, que hasta los primeros años de la Independencia se encontraba bajo la influencia de africanos y indígenas.

Se encargaba el esclavo de limpiar además de cocinar, y “fue además el negro quien animó la vida doméstica del brasileño con su alegría”, apagando la característica melancolía del portugués y la desconfianza huraña del indígena en las casas y en los carnavales de Bahía, con sus cantos religiosos. Algunos, sin embargo, dejándose llevar por la añoranza de su tierra (el banzo), sustituyeron el canto por el suicidio o por el alcohol, trayendo consigo la enfermedad al Brasil, como la bouba o piño.

¡Y qué decir respecto a los rituales moribundos! Cuando un señor moría, era loado con cantos de clérigos en latín y llorado por sus esclavos, que más bien derramaban lágrimas por miedo a su próximo amo, aun desconocido. Éstos, por su parte, no eran, como los otros, enterrados entre cantos y flores, sinó que se les enterraba en un cementerio a parte, con cruces de madera, o se les arrojaba a la mar. ¿Quién dijo que al morir, todos somos iguales?

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